jueves, 12 de marzo de 2009

Cuando la estupidez alcanza límites insospechados...

Yo, como mucha gente de mi edad (38 tacos ya), he crecido con un joystick en la mano. Primero fue aquel viejo Pong de la barrita blanca con la pelota cuadrada, posteriormente el Spectrum o el Amstrad, las maquinitas de los recreativos, luego el ordenador de sobremesa y, posteriormente las consolas de última generación... He jugado a todo tipo de juegos: guerra, beat'em up, deportes, estrategia,... Y, por supuesto, he compartido la experiencia con familiares, amigos y, últimamente, con gente de todo el mundo por Internet... y espero seguir haciéndolo con el que ahora es mi bebé.

No me considero ni más listo ni más tonto que nadie, no he matado, apalizado, violado o atropellado a nadie, y tampoco me he convertido en un ser extraño encerrado en una habitación de la que no sale ni para comer.

Todos estos son tópicos que se han dicho de los videojuegos (algunos también del cine o la televisión). Tópicos que, por la continua repetición a la que nos someten los medios (borreguiles) de comunicación, parecen ser la verdad absoluta.

La nueva invención, porque llamarlo imbecilidad me parece muy fuerte (por los disminuidos psíquicos no por la señora que ha soltado la burrada), viene de la mano de Paloma Pedrero y su columna en el diario La Razón (gracias Internet):

A ver si me aclaro, ¿no llevan las películas una recomendación de edad? ¿Por qué, entonces, los videojuegos violentos no la llevan? Peor aún, la mayoría de estos jueguecitos de play u ordenador son para niños. Es decir, que se supone su idoneidad. Y la mayoría también son de matar o eliminar a enemigos. Los niños no disparan gatillos, disparan teclas, pero la mecánica del cerebro es la misma. Ese tipo de videojuegos destructivos tiene una filosofía pedestre y brutal, tú eres el héroe y los demás son tus enemigos con los que hay que acabar. Dale, dispara, cuantos más te cargues, más puntos tendrás, serás mejor. Esto viene aderezado, además, con unas músicas estridentes y animadoras, ruidos, «flashes» estimulantes. La cabeza de los pequeños pierde la noción del espacio, todo se centra en la pantalla con sus objetivos a abatir. El crío es el rey de un mundo mínimo que le hace sentir poderoso. La ley del más fuerte impera. Todo es subdesarrollo humano y moral. Nuestros niños civilizados se pasan horas jugando con estas mierdas, absortos, ensimismados. Solos. Después resulta que en el colegio se les va la mano con facilidad o el pie. Y no miden. No saben que esa bota de fútbol con la que golpean no es virtual y puede hacer un daño irreparable. No controlan el impulso de disparar con el que llevan jugando tanto tiempo y tantas horas. Hace unos días un chaval de catorce años dejó en coma a otro de diecisiete de una patada en la cabeza. Parece que se peleaban por una chica. Parece que eran amigos desde la infancia. Hablar, hablan poco, ¿no? Y soñar, ¿con qué sueñan? Creo que ya es urgente que se regule legalmente la utilización de las nuevas tecnologías para los menores. Hay muchos padres que no controlan, no tienen ni idea de lo que supone su hijo encerrado con un ordenador conectado a internet. Una nueva violencia está surgiendo y hay que pararla ya. Ya.


Lo primero, esta buena señora ni ha usado un videojuego en su puñetera vida, ni sabe como son las carátulas de los juegos, ni conoce el código PEGI (http://www.pegi.info/es/)... Eso o está intentando difamar, lo cual es mucho más peligroso aún.

Lo segundo, lo grave no es lo que he puesto antes, lo grave es que se permite el lujo de afirmar una serie de sandeces sin, como supuestamente manda el código deontológico de todo buen periodista, informarse siquiera de que lo que está afirmando es real o no.

Y tercero, que ya es para cagarse, se permite el lujo de adoctrinar y dar lecciones a unos padres sobre algo de lo que no tiene ni pajotera idea y, encima, lo mezcla con una pelea entre dos chavales por una chica y lo que se puede ver o no por Internet...

De verdad, señora, váyase a la mismísima...

lunes, 2 de marzo de 2009

Verdad sólo hay una

He de reconocer que llevaba varios partidos sin acudir de forma continuada a Mestalla. El final del embarazo de mi mujer y el nacimiento de David me condicionaron/condicionan mucho mi tiempo y, ciertamente, la situación deportiva, económica y social del club no ayudan en exceso...

Ayer, no sé muy bien por qué, me encontraba con ánimos de acudir al viejo coliseo. Pero la cosa se torció desde el comienzo. Conforme salía del garaje con el coche comenzaba a llover... juro que pensé en darme la vuelta... El caso es que continué hacia el estadio.

Ya en los alrededores del campo, cervecita con los colegas, subidita por la torre B y, asfixiados, llegamos a nuestros asientos: simplemente desolador. El aforo se encontraba cubierto en algo más de la mitad. Tristeza, desesperación, abatimiento, desesperanza y, lo peor, apatía en las caras de nuestros vecinos de siempre, esos individuos que, con el paso de los años, han crecido, han envejecido, han celebrado y han llorado junto a mí en Mestalla. Pero lo peor es que algunos no estaban... y está por ver que vuelvan.

Durante lo 20 años que llevo yendo a Mestalla siempre he mantenido una tradición: la Coca Cola del descanso. para evitar las colas que siempre se producían en las barras de bebidas tenías dos opciones, o bajabas poco antes de que el arbitro pitara el final de la primera parte o te esperabas a que pasasen los 15 minutos de rigor. Ayer, por necesidades que no vienen al caso bajé nada más pitar el árbitro e, inesperadamente, el mayor de los vacíos: ni una sola persona en la cola, ni una triste alma.

Fin del partido, tristeza, desesperación, abatimiento, desesperanza y, lo peor, apatía en las caras de nuestros vecinos de siempre, esos individuos que, con el paso de los años, han crecido, han envejecido, han celebrado y han llorado junto a mí en Mestalla.

¿Qué nos está pasando?